7 de abril de 2015

Opinión: Madrugá en Sevilla

Artículo del blog: "De capa y cola".

No fue una anécdota:

Calle Orfila. Madrugada del Viernes Santo. El reloj aún no ha dado las 4:30. El sueño se apodera del penitente de la Virgen de la Concepción, parado justo delante de la capilla de San Andrés, que tiene sus puertas abiertas. Hay bastante público en esta calle. Más, incluso, que en Cuna, aunque eso sí, menos silencioso. A lo lejos se escucha la banda del Carmen de Salteras. La Macarena está llegando al Duque. El penitente, con la mirada clavada al frente, oye cierto murmullo. En un principio, lo atribuye al alboroto propio de la entrada de la Virgen de la Esperanza en la Campana. El ruido va en aumento. Se escuchan gritos. El suelo tiembla. El penitente mantiene la compostura hasta donde puede. Se aferra a la cruz como único elemento que le aporta seguridad en unos instantes en los que todo es incertidumbre. Parece que de un momento a otro se lo llevará por delante una turbamulta. La gente empieza a meterse por la fila. Lo arrolla. La avalancha lo arrastra hasta un bordillo. Allí una madre se agarra a sus hijos para no perderlos. En este intento rodea con sus brazos las piernas del nazareno, que cae de bruces contra el suelo. Con él, la cruz. Logra levantarse y llegar hasta Javier Lasso de la Vega. La calle Daoiz -tan protagonista esta Cuaresma- se convierte en vía de escape de todo el que sale corriendo. Ya en Lasso de la Vega, este nazareno es calmado por una persona mayor que insta a no huir. “No corred. No ha pasado nada. Están intentando cargarse la Madrugada desde el 2000”.
Bajo el antifaz, este nazareno percibe como hay otros penitentes presos de un estado de pánico. No les ha quedado más remedio que descubrirse. El miedo les impide respirar. En la acera de enfrente hay niños abrazados a sus padres llorando, como también lloran otros visitantes que han acudido por primera vez a la Madrugada de Sevilla. Algunos, como este nazareno, no han conocido hasta ahora lo que es el verdadero miedo. A los pocos segundos llega un policía calmando al público: “Tranquilos, no pasa nada”. Sus palabras no calman. Lo que calma al nazareno protagonista de esta triste historia es escuchar que la banda que acompaña a la Macarena sigue tocando. Al menos, la histeria colectiva no se ha adueñado esta vez de la carrera oficial.
Todo el tramo de penitentes está desconfigurado. El nazareno encuentra su cruz a cinco metros de donde se la habían tirado. Totalmente rota. En menos de tres minutos la cofradía se recompone. Continúa su discurrir como si nada hubiera pasado. Pero había pasado. Y mucho. La procesión que iba por dentro sale a flote en el atrio de San Antonio Abad. Caras totalmente descompuestas. A más de uno les costará conciliar el sueño este Viernes Santo.
Quien esto narra es el nazareno protagonista del relato. Un penitente al que le irritan no sólo ya que las autoridades municipales califiquen este incidente de pura “anécdota” -entendible en su intento de calmar a la ciudadanía y evitar el deterioro de la imagen turística- sino que algunos medios de comunicación hayan usado el mismo término para zanjar el asunto. No. Desgraciadamente no fue una anécdota. Lo sufrido por los primitivos nazarenos constituye el más fiel reflejo de la actual Madrugada, la noche más bella de la ciudad -o la que debería serlo- está abonada al niñateo, a jóvenes borrachos con ganas de buscar bronca y a personas no tan jóvenes que ni siquiera se levantan de la famosa sillita para dejar paso a los nazarenos. Ésta es la verdadera Madrugada. Al menos, la que discurre antes de que despunte el alba. La que condensa la falta de valores y respeto de la sociedad actual. La jornada más vulnerable de la Semana Santa y que ante cualquier chasquido salta por los aires.
No. No fue una anécdota. Pero en una fiesta donde la estabilidad meteorológica se ha convertido en el único requisito para la felicidad, es comprensible que un incidente de estas características no requiera ni un minuto más de reflexión. Resulta más cómodo debatir sobre horarios, itinerarios y planes B. Habrá que acostumbrarse a ver nazarenos arrollados, tirados por los suelos y con cruces rotas como parte del paisaje de una nueva Semana Santa con la que cada vez menos sevillanos se sienten identificados. O al menos, esos cofrades conscientes de la inquietante realidad eclipsada por quienes se conforman con siete días plenos de sol.
La lluvia, al final, no es tan cruel como la pintan.

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